¿Cuánto valgo?

Nuestra identidad

Todo tiene un valor. Y con demasiada frecuencia el valor está en la cantidad que ganamos, la ropa que llevamos, el coche que tenemos, el lugar al que vamos de vacaciones, incluso en el tipo de trabajo que realizamos.

 

¿Es así como Dios me ve?

¿Es así como debería verme?

 

Anoche aprendí una lección de una hormiga. Déjame que me explique… ¿Has visto la película AntZ (HormigaZ)? Narra la historia de una hormiga obrera llamada Z-4195. Z no es como las demás hormigas. Le gustaría seguir con su arduo trabajo, pero no puede. Ha perdido las ganas de trabajar. Quizá se debe, le explica a su terapeuta, a que es el mediano de 5 millones de hormigas. Ya no está seguro de saber cuál es su lugar en el sistema. ¡Pero si ya no puede levantar nada que pese diez veces más que él!

 

A la hora de la verdad, ¿qué valor tengo para el mundo en el que vivo?

 

Vale, solo es una peli de dibujos animados. Pero la cuestión es que Z me dio que pensar. A la hora de la verdad, ¿qué valor tengo para el mundo en el que vivo? ¿Tenía razón Marx al decir que no somos más que pequeñas piezas de una enorme maquinaria?

 

Un amigo me dijo una vez que si desmenuzas un cuerpo humano hasta los elementos más básicos (agua y minerales) no valdría más de 15 céntimos, que según sus cálculos, es lo que debe costar hacer un dónut. Sí, lo de mi amigo es preocupante. Pero por un lado tiene razón. Físicamente hablando, valemos muy poco. Ya lo dijo el salmista: el hombre es polvo, y nuestros días se desvanecen como la niebla.

 

No obstante, está claro que la gente le da más valor a la vida humana que a un dulce. Las personas establecemos lazos emocionales, tenemos responsabilidades sociales; vamos a trabajar, mantenemos a nuestras familias, creamos negocios, descubrimos el amor y lo correspondemos. Somos más que mera economía. Somos personas. Eso, como mínimo, nos sitúa por encima de las hormigas.

 

Y sin embargo, eso no es totalmente cierto. Sabemos por experiencia que vivimos en un mundo de desniveles. Si no, dejemos que el dinero hable y cojamos, por ejemplo, el caso de Bill Gates. La mitad de la población mundial subsiste con menos de un dólar al día y a muchos no les preocupa lo más mínimo. Pero Bill Gates vale 60.000 millones de dólares y el mundo llama con desesperación a su puerta. O tomemos el caso del cuerpo de Jennifer Lopez, supuestamente asegurado por un valor de mil millones de dólares. Este dato (sea cierto o no) ha provocado un mayor interés por su imagen. La mayoría de nosotros ni siquiera podemos imaginar cómo sería sentarse sobre la vasta fortuna de Gates. Pero sabemos que en este mundo, el dinero y la identidad van de la mano. Y si eso es verdad, nos tenemos que hacer una pregunta más:

¿De dónde viene nuestra identidad?

¿Dé dónde viene nuestra identidad? ¿Dónde encontramos nuestro sentido de identidad? ¿En la ropa que compramos? ¿En la gente con la que vamos? Quizá la encontramos en el trabajo que tenemos o en el prestigio que éste nos da. ¿Me siento mejor conmigo mismo cuando me aumentan el sueldo? ¿Me gustaría poder mudarme a la mejor zona de la ciudad, o poder comprarme un piso más grande? Si la respuesta a estas preguntas es afirmativa, corremos el peligro de que nuestra identidad acabe basándose en la forma en la que nos ganamos la vida, y en el salario que tenemos. Y si eso llega a ser así, entonces ya podremos unirnos a Jean Paul Sartre y musitar resignadamente con él: “que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, absolutamente nada, ninguna razón para existir”.

 

En este sentido, no importa si estamos adictos al trabajo o si lo odiamos. Dado que, en ambos casos, el trabajo determina el valor que tenemos (y, tomando la idea de Sartre, dado que vivimos en un universo sin valor), las dos actitudes, por diferentes que sean, nos llevan al mismo lugar.

 

Pero como cristianos, sabemos que sí hay una razón para existir. Dios decidió que tú y yo valíamos mucho; tanto, ¡que envió a su Hijo único a morir como un criminal para que nosotros tuviéramos vida! Lo mires como lo mires, el hecho de que Dios haya pagado por nuestras vidas con la vida de Su Hijo convierte la fortuna de Bill Gates en algo realmente insignificante. Y eso significa que nuestro valor ya no está ligado a nuestro trabajo, nuestras riquezas, nuestro poder o nuestro estatus, sino que está en Dios mismo. Pablo dice: “Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios … puesto que habéis desechado al viejo hombre con sus malos hábitos, y os habéis vestido del nuevo hombre, el cual se va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de aquel que lo creó” (Colosenses 3:2-3, 9-10).

 

Sabemos que lo que tenemos viene de Dios. Bueno, es mucho más que eso: somos de Dios. Le pertenecemos. “Nuestra ciudadanía está en los cielo”, dice Pablo en Filipenses. En Efesios añade que por el Espíritu, somos hijos de Dios, ¡y que eso nos convierte en sus herederos! Esta verdad nos libra de la pérdida de identidad y la confusión que este frenético mundo nos impone. Ya no debemos preocuparnos por el valor que tenemos para nuestro jefe. Y cuando nos propongan un ascenso o promoción, pensémonoslo dos veces. Cristo nos quiere librar de las mentiras de este mundo, y nosotros, a diferencia del joven rico de Lucas 12, hemos de estar dispuestos a desecharlas si es necesario y encontrar nuestra identidad en Aquel que dio su vida por ti y por mí.

 

“Estad atentos y guardaos de toda forma de avaricia; porque aun cuando alguien tenga abundancia, su vida NO CONSISTE en sus bienes” (Lucas 12:15).

 

El hombre es polvo…
…nuestros días se desvanecen como la niebla

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