
Historia y significado de la Reforma (1ª parte)
Michael Reeves
La búsqueda desesperada de paz
Aquel joven de veintiún años iba camino de la universidad en Erfurt, Alemania, cuando de repente se vio atrapado en medio de una violenta y repentina tormenta. Un relámpago cayó tan cerca de él que lo arrojó al suelo. Aterrorizado, el joven gritó “¡Santa Ana, ayúdame! ¡Me meto a monje si me salvas!”. Y así comenzó la vida como monje del joven Martín Lutero.
Abrazó su nueva vida con apasionada seriedad puesto que, aterrorizado ante la muerte y la perspectiva de presentarse ante su Juez, Lutero estaba más que decidido a ascender por la escalera del cielo, por empinada que esta fuera. Cada pocas horas, Lutero abandonaba su minúscula celda para ir a escuchar misa en la capilla, empezando con maitines a media noche, luego a las seis de la mañana, a las nueve, a las doce y así sucesivamente. A menudo no comía pan ni bebía agua durante tres días, y solía casi congelarse en invierno con la esperanza de agradar más a Dios. Muy inclinado a la confesión, solía agotar a sus confesores, pues era capaz de pasarse hasta seis horas enumerando sus pecados más recientes.
Aun así, cuanto más hacía, más se deprimía. ¿Era suficiente? ¿Era su motivación la correcta? Además de todas estas obras externas, Lutero comenzó un proceso aún más intenso de profunda introspección. Por fin, en 1510, se le ofreció la oportunidad de visitar Roma en un viaje de negocios monásticos. Para el joven monje era un sueño hecho realidad: en Roma estaría más cerca de los apóstoles y los santos que en ningún otro lugar del mundo. Aquella ciudad estaba atestada de reliquias y, como le habían enseñado, cada una de ellas otorgaba diferentes beneficios espirituales. Al llegar a Roma, Lutero corrió como un loco de santuario en santuario con la esperanza de poder recolectar todos los méritos posibles. Llegó a desear que sus padres estuvieran muertos para poderlos liberar del purgatorio gracias a todos los méritos que estaba acumulando.
Lutero también subió por la Scala Sancta, la escalera por la que, supuestamente, Jesús había ascendido para llegar ante Pilatos, y que posteriormente había sido trasladada a Roma. Se le aseguró que si besaba cada escalón y rezaba el Padrenuestro mientras la subía, podría liberar el alma que él eligiera del purgatorio. Por supuesto, aprovechó la ocasión. Sin embargo, al llegar a la cima, no puedo menos que preguntarse “¿Y quién sabe si es verdad?”.
Asu regreso, enviaron a Lutero al monasterio agustino de la pequeña ciudad de Wittenberg. A pesar de su tamaño, la ciudad era la capital del electorado de Sajonia y era el lugar elegido por el gobernador de la región, Federico el Sabio, para guardar su impresionante colección de reliquias. Allí, en la iglesia del Palacio, los peregrinos podían disfrutar de nueve corredores atiborrados con más de nueve mil reliquias. Entre las más destacadas se incluían una brizna de paja de la cuna de Cristo, un pelo de su barba, un clavo de la cruz, un trozo de pan de la santa cena, una ramita de la zarza ardiente de Moisés, un mechón de cabellos de María y un cachito de su túnica, así como innumerables dientes y huesos de célebres santos. Además, la veneración de cada una de esas piezas valía por una indulgencia de cien días (con una bonificación de una indulgencia extra por cada corredor), lo que significa que cada piadoso visitante podía sumar más de 1.900.000 días fuera del purgatorio.
La industria del purgatorio
Términos como purgatorio o indulgencias ya no resultan familiares a todo el mundo hoy en día. Tienen su origen en las enseñanzas de que solo unos pocos morirían siendo lo suficientemente justos como para merecer la salvación plena. De este modo, a no ser que los cristianos murieran sin haberse arrepentido de algún pecado “mortal” como el asesinato (en cuyo caso irían directos al infierno), tendrían la oportunidad, después de muertos, de purgar lentamente todos sus pecados en el purgatorio. Una vez purgados y totalmente limpios, podrían acceder al cielo. A muy pocos les hacía gracia la perspectiva de sufrir castigos durante miles o millones de años, así que buscaban acelerar su paso y el de sus seres queridos por el purgatorio. Igual que se decían oraciones por los muertos, se podían celebrar misas enteras por las almas del purgatorio. La gracia de esa misa se traspasaba directamente a la atormentada alma del difunto.
Por esta misma razón, se desarrolló toda una industria en torno al purgatorio. Los más ricos fundaban capillas, cada una dotada con una serie de sacerdotes dedicados a rezar oraciones y decir misas por el alma de su mecenas o su afortunado beneficiario. Los menos ricos se agrupaban en hermandades a través de las que financiaban lo mismo.
La mayoría de la gente esperaba pasar una temporada en el purgatorio tras su muerte. Sin embargo, a Lutero le habían enseñado que había habido santos tan buenos que no solo habían reunido suficientes méritos para entrar en el cielo directamente, saltándose el purgatorio, sino que, de hecho, habían conseguido más méritos de los que necesitaban. Este “mérito adicional” se guardaba, por así decirlo, en el tesoro de la iglesia, del que solo el Papa tenía las llaves. De esa manera, el Papa podía conceder un regalo de mérito (una indulgencia) a cualquier alma que considerara merecedora de él, acelerando el paso de dicha alma por el purgatorio, o incluso haciendo que se lo saltara sin más (con una indulgencia plenaria). En la época de Lutero, una donación en metálico a la iglesia se consideraba penitencia suficiente como para merecer semejante indulgencia. De esa manera, en la mente de la gente quedaba cada vez más claro que un poco de dinero en efectivo podría asegurarle a uno la felicidad espiritual. Para un monje como el hermano Martín, semejante comercio religioso no era más que una burla al arrepentimiento verdadero. Era un escándalo en ciernes.
Por aquel entonces, Lutero oyó hablar de Johann Tetzel, un estridente vendedor de indulgencias que viajaba acompañado de su propia banda. Promocionaba las indulgencias con cancioncillas del estilo de “Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela”, y preguntaba al público “¿No oís los lamentos de vuestros padres muertos y de tantos otros que claman diciendo ‘¡Tened misericordia de nosotros, porque estamos padeciendo grandes sufrimientos y castigos! ¡Vosotros podéis redimirnos con una limosna!’?”. Ni siquiera pedía a la gente que confesara sus pecados. Con entregar el dinero bastaba.
El día de Todos los Santos (1 de noviembre) de 1517 se iban a ofrecer los méritos de los santos en Wittenberg y Lutero aprovechó la oportunidad para iniciar el debate. Por eso, el 31 de octubre, la víspera de Todos los Santos, clavó una lista de noventa y cinto tesis en la puerta de la iglesia del Palacio para debatir el tema de las indulgencias. Todo el mundo la vería al día siguiente. En ella preguntaba cosas como por qué el Papa no libera a todas las almas del purgatorio por amor, en vez de cobrar por ello. Pero más importante aún, Lutero abordó la práctica de la obtención de indulgencias, puesto que en la práctica reemplazaban la necesidad del verdadero arrepentimiento del corazón por una mera transacción exterior. Apoyando este argumento, pronto descubrió que el texto de la Vulgata latina usado para validar el sacramento de la penitencia era una traducción errónea del original griego. En el texto de Mateo 4:17 de la Vulgata se lee penitentiam agite (“haced penitencia”), mientras que lo que dice en griego es “cambiad de parecer”, un cambio interno y no meramente externo.
Lutero nunca podría haber previsto las consecuencias de su acto, puesto que, sin quererlo, comenzó una reacción en cadena que iba a poner Europa patas arriba. Como era de esperar, la primera reacción vino de Johann Tetzel. No tardó en pedir estruendosamente que Lutero fuera quemado por hereje, y el clamor en contra de Lutero no hizo más que crecer. Pronto Lutero se vio debatiendo con teólogos más hábiles y poco a poco fue quedando claro que el verdadero problema tenía que ver con la autoridad. ¿Quién tenía la última palabra, la iglesia o la Biblia?
Entrando en el paraíso mismo
Durante este agitado periodo, la comprensión del cristianismo del propio Lutero comenzó a cambiar. Había expuesto sus noventa y cinco tesis porque creía que las indulgencias desautorizaban el arrepentimiento. Pero cuanto más pensaba en ello, más entendía cómo él mismo había tratado el pecado de una manera muy superficial. Cuando estudiaba, había oído a los teólogos decir que “Dios no denegaría la gracia a quien lo hiciera lo mejor que pudiera”. Como resultado de ello, Lutero veía el pecado como un problema externo, de comportamiento: un problema que podría corregirse mejorando la conducta. Ahora, sin embargo, cada vez se daba más cuenta de que el problema real era mucho más profundo: el pecado está en nuestros corazones, moldeando el núcleo mismo de nuestros deseos. Así, quienes “lo hagan lo mejor que puedan” seguirán actuando desde el pecado que está sus corazones, dependiendo de sí mismos en su pecaminoso amor propio. Y siendo eso así, ni una mejora de la conducta ni cualquier acto religioso pueden ayudar. No necesitamos una actuación mejorada, sino nuevos corazones.
Sin embargo, mientras que su comprensión del pecado se hacía cada vez más profunda, su conocimiento de la gracia permaneció estancado por mucho tiempo. Durante largos años, Lutero solamente fue capaz de ver a Dios como Juez, sin una pizca de amor. Su justicia únicamente servía para castigar pecadores; su “evangelio” no era más que la promesa de juicio. Era un Dios ante el que solo cabía constreñirse de miedo. “Aunque yo vivía como un monje sin falta alguna”, escribió,
“Sentía que ante Dios era un pecador con una conciencia sumamente perturbada. No podía creer que no le apaciguara mi satisfacción. Yo no amaba, no, más bien odiaba a ese Dios justiciero que castigaba a pecadores, y en secreto, si no blasfemando, ciertamente sí murmurando en gran manera, estaba enfadado con Dios, y decía, ‘como si no fuera suficiente con que esos miserables pecadores, que ya están eternamente perdidos por culpa del pecado original, sufran todo tipo de calamidades bajo la ley del decálogo, como para que encima venga Dios a añadir aún más dolor con el evangelio, y peor aún, con un evangelio que nos amenaza con su justicia y su ira’. De esta manera me enfurecía contra una feroz y atormentada conciencia”.[1]
Toda esa angustia le empujaba a estudiar las Escrituras con mayor profundidad en su celda de la torre del monasterio. Le interesaba especialmente descubrir qué era lo que Pablo había querido decir con la frase “la justicia que proviene de Dios” en Romanos 1:17.
Por fin, por la misericordia de Dios, y meditando día y noche, me fijé en el contexto de la expresión, concretamente en: “De hecho, en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal y como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’”. Entonces fue cuando empecé a entender que la justicia de Dios es aquella por la cual el justo vive gracias a un regalo de Dios, a saber, la fe. Y esto es lo que significa: la justicia de Dios se revela por medio del evangelio, es decir, la justicia pasiva con la cual un Dios misericordioso nos justifica por medio de la fe, como está escrito “el justo por la fe vivirá”. En ese momento sentí que había vuelto realmente a nacer y que había entrado en el paraíso mismo por la puerta grande. [2]
De esta forma, Lutero había descubierto un Dios totalmente distinto y la manera completamente diferente en que se relaciona con nosotros. La justicia de Dios, la gloria de Dios, la sabiduría de Dios: no son formas en las que Dios se opone a nosotros, sino algo que Dios posee y que comparte con nosotros. Por primera vez, Lutero comprendió las verdaderas buenas nuevas de un Dios generoso y amable que les ofrece a los pecadores el regalo de su propia justicia. La vida cristiana no tenía entonces nada que ver con la lucha del pecador para conseguir su propia e insignificante justicia humana, sino con aceptar la divina y perfecta justicia del propio Dios. Se trataba de un Dios que no busca nuestra generosidad, sino nuestra confianza. El perdón no dependía de lo seguro que el pecador estuviera de estar contrito: el perdón se consigue sencillamente aceptando la promesa de Dios. De este modo, la esperanza del pecador no se halla en él mismo, sino fuera de él, en la promesa hecha por Dios. Por fin era posible sustituir toda esa lucha y ansiedad por una confianza plena y por simple fe.
Cuando (en 1520) Lutero, por fin, explicó su descubrimiento al mundo en un pequeño tratado llamado The Freedom of a Christian [La libertad de un cristiano], utilizó una bella y reveladora ilustración. El evangelio, explicó, es como la historia de un rey (que representa a Jesús) que se casó con una prostituta (que representa al pecador). Nada de lo que ella pueda hacer le concedería jamás el derecho de convertirse en su novia. Sin embargo, cuando el rey se casó con ella, el estatus de la prostituta cambió al de reina. No es que actuara como una reina y, por ende, se hiciera a sí misma reina. De hecho, ni siquiera sabía cómo comportarse como corresponde a la realeza. Pero él cambió su estatus cuando la tomó para sí. De esta manera, ella siguió siendo su antiguo y pobre yo por naturaleza, pero a la vez en la posición de reina.
De la misma forma, el pecador, al aceptar la promesa de Cristo en el evangelio, es (i) un pecador por naturaleza y (ii) con el estatus de justo. El cristiano es justo y pecador (simul justus et peccator), y siempre lo será (semper justus et peccator). Porque por la gracia de Dios los cristianos tienen el crédito de una justicia que no les pertenece: la justicia de Cristo. Como lo explicó Lutero, tenemos una justicia que es a la vez extraña (externa, que no viene de nosotros mismos) y pasiva (inmerecida). Lo que ha tenido lugar ha sido el “gozoso intercambio” en el cual todo lo que tiene la creyente (su pecado) se lo entrega a Cristo, y todo lo que él tiene (su justicia, sus bendiciones, su vida, su gloria), se lo entrega a ella.
Sus pecados no pueden destruirla, puesto que han sido entregados a Cristo y él se los ha tragado. Ella posee ahora esa justicia en Cristo, su esposo, de la cual puede presumir como si fuera suya propia, y con la que puede tranquilamente cubrir sus pecados ante el rostro de la muerte y el infierno y decir, “aunque yo he pecado, mi Cristo, en quien yo creo, no ha pecado, y todo lo mío es suyo y lo suyo es mío”, como dice la novia del Cantar de los Cantares [2:16], “mi amado es mío, y yo soy suya”. [3]
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Notas:
1. Martín Lutero, Luther’s Works, Vol. 34: Career of the Reformer IV [Las obras de Lutero, vol. 34: La Carrera del reformador IV] (ed. Jaroslav van Pelikan, Hilton C. Oswald y Helmut T. Lehmann, Philadelphia: Fortress Press, 1999), 336-37.
2. Martín Lutero, Luther’s Works, Vol. 34: Career of the Reformer IV [Las obras de Lutero, vol. 34: La Carrera del reformador IV], (ed. Jaroslav van Pelikan, Hilton C. Oswald y Helmut T. Lehmann, Philadelphia: Fortress Press, 1999), 337.
3. Martín Lutero, Luther’s Works, Vol. 31: Career of the Reformer I [Las obras de Lutero, vol. 31: La Carrera del reformador I], (ed. Jaroslav van Pelikan, Hilton C. Oswald y Helmut T. Lehmann, Philadelphia: Fortress Press, 1999), 352.
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