La razón de Dios. La exclusividad de la verdad (III)

Timothy Keller

The Veritas Forum en la Universidad de Chicago, 2008

6. UNA NOVEL SUGERENCIA

Lo que yo quiero sugerir hoy en ese sentido (y ya he ido haciendo patente mi postura en cierta medida) es que necesitamos identificar por una parte esa clase particular de secularismo propagandista privilegiado, que sobre dicha base se implanta, e impone, una visión secularizada y, asimismo, por otra, el secularismo en los procedimientos. Pero lo cierto es que hay demasiados musulmanes, cristianos, protestantes, católicos, judíos, y otras gentes más, de arraigadas creencias ortodoxas, que dicen absolutamente convencidos: “Mantengámonos al margen de la esfera pública. Para nada nos hace falta”. Pero eso no es ni equitativo ni aceptable. Tiene que haber una forma alternativa de conservar un Estado neutro, pero siendo aun así posible que las personas se expresen y hagan patente su postura independientemente de sus orígenes y filiación.

 

Un minuto ahora para dirigirme de forma directa y en particular a los cristianos. Mi deseo es que, como tales, admitamos que si estamos teniendo problemas aquí, en los Estados Unidos, tanto ahora como desde hace años, es por razón de nuestra fe. Yo quiero asumir mi responsabilidad por esa parte del problema que es claramente culpa nuestra. Porque lo cierto es que cuando por fin nos demos cuenta de lo cierto del caso, será quizás posible que nos convirtamos en parte de la solución, dando lugar a una sociedad en la que sea posible hablar cívicamente respecto a todas estas cuestiones.

 

Lo que con esto quiero decir es que hay dos formas de plantear una imagen de cara a uno mismo. Hay por ello una narrativa de puesta en práctica que afirma: “Soy una buena persona, y tengo mi dignidad por haber conseguido ciertas metas. No me he estado quieto, y he obrado de cara al exterior”. Al nivel básico hay miles de formas de hacerlo operativo: “Soy un activista liberal. Y no me creo mala persona”, por ejemplo. Y si esa es la base sobre la que edificamos nuestra imagen, no va a costarnos mucho sentirnos superiores respecto a las personas estrechas de miras y cerradas de mente.

 

Si, desde un parámetro distinto, somos personas religiosas apegadas a la tradición, del tipo: “Leo la Biblia y oro, y trato de seguir a Jesús en mi vida”, considerándonos por ello buenas personas, va a ser prácticamente imposible no sentirnos superiores a aquellos que no tienen la sana doctrina y que no viven como es debido. De hecho, aun no siendo religiosos, pero sí teniendo cierto orgullo por ser personas honradas y trabajadoras como base fundamental de nuestra imagen, es difícil no sentirnos superiores a las personas que juzgamos poco entregadas.

 

Pero lo cierto es que hay otras formas de construir una identidad. No con la narrativa de lo que hacemos, sino con la narrativa de la gracia. Jesucristo vino al mundo para llevar a cabo nuestra salvación. Pero no lo hizo por la fuerza. No se subió a un caballo blandiendo una espada al grito de: “¡A la carga!”. Jesucristo aceptó morir en una cruz, haciéndose siervo en su sacrificio y débil para pagar por nuestros pecados. Lo que significa salvación lograda en medio de la debilidad, y por ello mismo solo alcanzable ahora por nosotros igualmente en debilidad. La salvación en Cristo y su misericordia solo se alcanzan cuando admitimos nuestro fracaso y nuestra incapacidad. Porque lo cierto es que nunca vamos a poder vivir siquiera a la altura de nuestra propia estima. La única manera posible de conocer a Dios es mediante sincero reconocimiento: “Sé que soy un fracaso, y por ello necesito misericordia y gracia”. Y es así como por fin experimentamos el amor de Jesús —no por mérito nuestro, sino por el suyo.

 

Lo que viene a significar que no podemos despreciar a nadie, si es que en verdad hemos entendido la narrativa de la gracia. Si seguimos sintiéndonos superiores, se hará evidente que hemos vuelto a caer en la narrativa de la actuación y los propios méritos. Tengo un vecino hindú que durante diecinueve años ha vivido enfrente de mí en la ciudad de Nueva York. Ese hombre puede que sea mejor padre que yo, y superior a mí en otros muchos sentidos, con un carácter más equilibrado y paciente, e incluso más honesto y valiente que yo. ¿Por qué no reconocerlo? Pero la auténtica cuestión, para el cristiano, es que es salvo por pura gracia, no por propios méritos. Esa es la verdad inapelable. Y yo no estoy aquí basando mi relación con Dios, y ni siquiera mi auto-imagen, en ¡ser mejor que mi vecino! Eso no es lo que me salva.

 

Si esa actitud consciente se hiciera realidad, aun en no muy grande proporción, con una verdadera iglesia cristiana viviendo la narrativa de la gracia, cesarían de inmediato las quejas y las divisiones, los juicios de valor, las actitudes de superioridad y condena, y el creernos superiores. A la luz de la verdad, los cristianos tenemos que darnos cuenta que parte del problema que ahora sufrimos lo hemos causado nosotros mismos con nuestra actitud. El espíritu de división surge de nosotros, porque la religión puede abocar a una pendiente por la que se desliza peligrosamente nuestro corazón cuando empezamos a sentirnos superiores a las demás personas. La semblanza de caricatura que nos forjamos de los otros acaba oprimiéndonos y haciéndonos opresores a nosotros mismos. El cristianismo nos informa que esas actitudes y acciones tienen su origen en un creernos superiores moralmente. Y no dejan de ser, además, proyectos no conscientes de autosalvación, con su origen en la narrativa de acción moral. Pero la auténtica cuestión es que el cristianismo tiene su propia forma de erradicarlo. Así es cómo se hace.

 

Los cristianos tenemos que darnos cuenta de que hemos sido en ocasiones parte del problema, por causa de divisiones internas, y de la tendencia a considerarnos superiores a los demás. La falsa imagen que creamos de ellos acaba por convertirnos en opresores.

 

La historia cuenta con grandes enigmas y cuestiones pendientes de resolución: ¿Cómo es que el cristianismo superó con el tiempo al Imperio romano, sin tan siquiera habérselo propuesto como meta para obtener poder político? El mundo grecorromano creía que todo el mundo tiene su propio dios. Actitud a no dudar tolerante y abierta. De lo que se seguía que nadie posee la verdad en exclusiva, porque todos tienen su propio Dios. Pero los cristianos hicieron su aparición en el mundo, diciendo: “Nosotros tenemos al Dios verdadero”. Lo cual parece dar a entender que el mundo grecorromano era más tolerante en su cosmovisión, siendo los cristianos en comparación estrechos de mente y de visión. Pero la manera de vivir de los cristianos en comparación con esa otra cosmovisión viene en cambio a demostrar todo lo contrario, por ser sus vidas diametralmente opuestas.

 

En el mundo grecorromano, los pobres eran objeto de desprecio y rechazo; en el mundo cristiano los pobres eran aceptados y amados. En el mundo grecorromano las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres; en la práctica cristiana las mujeres tenían poder. El mundo grecorromano hacía distinción de clase y raza. En el mundo cristiano convivían sin hacer diferencias, algo inaceptable para el resto de la sociedad. Al hacer su aparición diversas plagas en el siglo II, y empezar a morirse las gentes en las ciudades, los cuerpos abandonados por los familiares congestionaban las calles, siendo los cristianos los que permanecieron a su lado, muriendo muchos de ellos mientras cuidaban a sus vecinos paganos. Dicho con otras palabras, los cristianos hicieron gala de una mentalidad genuinamente limitada al ser capaces de centrarse en un punto en concreto guiados por su conocimiento de la auténtica verdad.

 

El mundo grecorromano decía: “No sabemos quién posee la auténtica verdad. Cada uno habla de la suya propia”. ¿Cómo es entonces que los cristianos viven guiándose por el amor a la paz, por la generosidad, y por un espíritu de sacrificio, aceptando a gentes de todas partes del mundo, actuando en todo momento a la luz de una verdad exclusiva? La respuesta es muy sencilla. Fue de hecho mi esposa, Kathy, la que me dio la clave hace años, en concreto tras los sucesos del 9/11. Todos los periódicos del país, sin excepción alguna, establecieron una relación inmediata entre el atentado y los fundamentalismos religiosos. Es evidente que si uno es fundamentalista, y cree estar en posesión de la verdad, eso es lo que ocurre. Pero Kathy señaló en ese sentido, tal como yo he tratado de demostrar aquí hoy, que todos somos fundamentalistas en una u otra manera. Todo el mundo cree en absolutos que considera fundamentales, y cree además tener la verdad en exclusiva. A lo que todavía añadió, matizando: “El fundamentalismo no lleva necesariamente al terrorismo. Eso depende de la clase de fundamentalismo que se practique. ¿Sabes acaso de algún Amish terrorista?”.

 

Y si los Amish no son fundamentalistas, nadie va a poder pretender serlo. Entonces, ¿cómo es que no va a darse el fenómeno terrorista en su comunidad? Os diré por qué. Si en tu “fundamentalismo” lo que está por encima de todo es un Hombre muriendo en una cruz a favor de sus enemigos, si en el centro de la imagen que tienes de ti mismo, y en tu religión, figura un Hombre que ora por sus enemigos en plena agonía llevado de su amor, y eres en verdad consciente de tan inmenso amor y sacrificio, tu vida tendrá que ser reflejo de la clase de vida evidenciada por los cristianos de los primeros tiempos. Una vida inclusiva basándose en una proclamación exclusiva. En eso consiste la auténtica verdad. ¿Y qué verdad es esa? La verdad es un Dios que se hizo débil, que amó y murió por una humanidad contraria a él, perdonándonos pese a ello.

 

Si pones eso en el centro de tu corazón, estarás en posesión del núcleo esencial de la solución necesaria para este mundo. Y ahí es donde justamente reside el carácter “divisivo” de la proclamación de verdad en exclusiva del cristianismo.

Este artículo es el primero de la serie de tres:  «La razón de Dios. La exclusividad de la verdad».

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