Las dudas en la vida del creyente (I)

Fernando Saraví

Para introducir el tema de nuestra reflexión, leamos la historia narrada en el Evangelio de Marcos 9:14-29, donde se nos testimonia cómo Jesús expulsó un espíritu de un muchacho. Los discípulos no habían podido expulsarlo, y el padre del muchacho recurrió a Jesús. Sigue este diálogo (vv. 21-24):

 

—¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto? —le preguntó Jesús al padre.

 

—Desde que era niño —contestó—. Muchas veces lo ha echado al fuego y al agua para matarlo. Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos.

 

—¿Cómo que si puedo? Para el que cree, todo es posible.

 

—¡Sí creo! —exclamó de inmediato el padre del muchacho—. ¡Ayúdame en mi poca fe!

 

Más literalmente, la respuesta del padre fue “Creo; ayuda mi incredulidad”. Esta declaración paradójica sugiere que el hombre no era realmente incrédulo sino que albergaba dudas, pero en su preocupación fue lo suficientemente sincero y sensato como para expresarlas y pedir la ayuda de Jesús. La respuesta del Señor fue sanar al muchacho.

 

Las dudas, a veces profundas y persistentes, acerca de nuestras creencias y prácticas, han sido descriptas como una noche oscura para el alma, una temporada de sequía espiritual, o una ausencia total de viento que deja nuestro velero a la deriva en el mar. Lee Strobel la llama “un virus espiritual que ha circulado en el cristianismo durante siglos”.

 

No obstante, el ataque de las dudas no es exclusivo de los cristianos. C.S. Lewis (1898-1963), quien en un tiempo fue ateo pero luego de su conversión llegó a ser uno de los más importantes defensores de la fe cristiana en el siglo XX, escribió en su libro clásico “Cristianismo y nada más” (Mere Christianity): “Ahora que soy cristiano, tengo a veces estados de ánimo donde todo luce muy improbable: pero cuando era ateo, tenía estados de ánimo en los cuales el cristianismo parecía terriblemente probable.”

 

En resumen, si usted es una persona pensante, debe esperar que cada tanto sea asaltado por la duda, sin importar cuáles sean sus creencias específicas. Por supuesto, ser cristiano no lo hace inmune a la duda.

¿De dónde vienen las dudas?

En muchas ocasiones nos es posible detectar el origen de nuestras dudas. Una forma de clasificar este origen es considerar causas externas e internas.

 

Las causas externas se relacionan con circunstancias que no dependen de nuestra disposición o nuestras decisiones. Entre ellas, pueden sembrarnos dudas la muerte de un ser amado, un accidente, la pérdida del trabajo o una catástrofe global. Otra causa externa son las maquinaciones de Satanás, que según el Apóstol Pedro “ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Pedro 5: 8).

 

Entre las causas internas, la más importante es nuestro estado espiritual. Si nuestra vida no está alineada con la voluntad de Dios expresada en su palabra, si permanecemos en rebeldía, si existen áreas de nuestra vida que no están sometidas al señorío de Cristo, tarde o temprano surgirán dudas persistentes que amenazarán destruirnos.

 

Pero a veces puede ocurrir que, a pesar de nuestros esfuerzos sinceros, no podamos identificar una causa concreta para nuestras dudas. A esta clase yo las llamo “dudas idiopáticas”.

 

El término “idiopático” se emplea en medicina y proviene de dos palabras griegas que expresan la idea que una enfermedad es causada ¡por sí misma! Esto no tiene sentido desde el punto de vista lógico, porque una misma cosa no puede ser causa y efecto a la vez. En realidad, “idiopático” es una palabra elegante para expresar nuestra ignorancia acerca de la causa de la enfermedad (igual que el término “esencial” como en “hipertensión esencial”). Análogamente, una “duda idiopática” o “esencial” es aquella cuyo origen no podemos determinar.

 

Una forma de ver esta clase de dudas es propuesta por Brian MacLaren, quien las califica como “mareas de la fe”. Así como las mareas que hacen elevar y descender el nivel del agua en la costa marina, a lo largo de la vida cristiana podemos experimentar ascensos y descensos. Según esta idea, incluso cuando no haya causas externas o internas identificables, es de esperar que nuestro nivel espiritual experimente oscilaciones espontáneas. En la marea baja nuestra nave espiritual puede quedar varada. La buena noticia es que sabemos por experiencia que cuando el nivel del agua alcance su mínimo, comenzará a aumentar nuevamente.

La duda no es incredulidad

Aunque la duda nos afecta a todos, es claro que atemoriza a muchos creyentes y puede llegar a tener un efecto paralizante. A diferencia del padre del muchacho poseído del relato de Marcos antes citado, muchos tememos expresar abiertamente nuestras dudas. Tal vez tengamos la sensación de que somos los únicos débiles en la fe en medio de una comunidad de creyentes firmes.

 

Por mi parte, creo que si nos ejercitáramos en compartir abiertamente nuestras dudas, nos llevaríamos muchas sorpresas. De hecho, adquiriríamos una visión más clara y equilibrada de la realidad al darnos cuenta que las dudas que nos afligen son compartidas por otros hermanos, algunos de los cuales pueden ser creyentes ejemplares.

 

En la Biblia, lo opuesto de la fe no es la duda, sino la incredulidad. Hay una gran diferencia entre duda e incredulidad. La palabra “incredulidad” se refiere a la decisión consciente y deliberada de rehusarse a creer y obedecer a Dios. Quien es incrédulo está claramente decidido.

 

Por su parte, la palabra “duda” deriva de “dos” e implica ambigüedad. Dudar significa vacilar entre una creencia y otra. Implica indecisión, “creer y descreer a la vez” o, en palabras del notable teólogo alemán Karl Barth (1886-1968), oscilar entre “sí” y “no”. Quien duda tiene, por definición, algo de fe – de lo contrario ya se habría decidido por el “no”.

 

Si en lugar de sincerarnos acerca de nuestras dudas pretendemos ignorarlas o sepultarlas, con toda probabilidad tarde o temprano nos causarán problemas. La duda solamente puede transformarse en incredulidad cuando la dejamos(McGrath).

 

Acostumbro decirles a mis alumnos de la Facultad de Ciencias Médicas que no teman preguntar sus dudas. En primer lugar, porque no hay preguntas tontas, aunque sí respuestas tontas. Y en segundo lugar, porque aunque algunos compañeros se molesten o incluso se burlen porque alguien pregunta, en mi experiencia el que preguntó expresa una duda que también tenían muchos otros que no se atrevieron a preguntar.

 

Por esta razón, uno puede tener una fe saludable y vigorosa y aún así tener dudas. De hecho, podemos considerar nuestras dudas como una parte, generalmente subestimada, de lo que cuesta seguir a Cristo: “Si no me interesara seguir a Cristo, no me importaría demasiado ser sincero, buscar la verdad, enfrentar la realidad” (MacLaren).

 

Más aún, en palabras de Strobel: “se ha dicho que luchar con Dios sobre los asuntos de la vida no muestra falta de fe – es fe. Si no me cree, ¡lea los Salmos!” En el Salterio hallamos muchas veces cuestionamientos muy sinceros y hasta desafiantes sobre, por ejemplo, la prosperidad de los impíos y el sufrimiento de los justos. No tendría sentido cuestionarle estas cosas a Dios si no creyéramos en Él. Fuera del libro de Salmos, hay muchas ocasiones en las que destacados “héroes de la fe de los cuales el mundo no era digno” – como los describe Hebreos – expresan sus acuciantes dudas.

 

No solamente esto, sino que la Biblia nos muestra que la disposición de Dios hacia los que dudan no es igual que hacia los incrédulos. A veces la duda es castigada con una pena menor, como la mudez del sacerdote Zacarías desde que recibió el anuncio de Gabriel hasta que nació su hijo Juan (Lucas 1). Otras veces no es castigada, como los que dudaban al ver al Señor resucitado (Mateo 28:17). Muchas veces, Dios responde pacientemente las dudas, como en el caso de Moisés frente a la zarza ardiente (Éxodo 3:1 a 4:17) o del juez Gedeón (Jueces 6: 36-40).

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