Legislar la moralidad: Considerando actitudes

Michael Bauman

Amanera de digresión: siendo cierto que es inevitable legislar la moralidad, no por ello estoy sugiriendo algo tan irrisorio como que cada modalidad de pecado debería tipificarse como delito. Ningún gobierno podría hacer cumplir leyes en contra de pensamientos lascivos, la glotonería o las llamadas mentiras piadosas, a pesar del hecho de que tales actividades sean pecado. Y si de alguna manera se superara la imposibilidad de hacer cumplir este tipo de leyes, el resultado inmediato no ocasionaría ninguna reducción de la lascivia, sino más bien unas aglomeraciones de escala inimaginable en las dependencias judiciales.

 

Volviendo a la cuestión: cuando alguien se muestra contrario a la legislación de la moralidad, da muestras de no reconocer o no recordar que su propia comprensión de la moralidad es la fuerza que impulsa las leyes que propone y defiende. Y es también esta misma fuerza la que impulsa su oposición a otras leyes. Y, a pesar de su ineludible dependencia con respecto a su propio código moral a la hora de elaborar, proponer y rechazar leyes, tal persona procura negar ese mismo impulso moral en otros que buscan ser escuchados, que quisieran que sus ideas sean tomadas en serio y que desean que sus propias convicciones y valores prevalezcan. Pero en la plaza pública, no deberías negar a otros la posibilidad de ejercer aquello de lo que tú mismo deseas servirte. Y si quieres condenar al ostracismo las bases morales de las leyes que proponen tus oponentes políticos, entonces también deberías hacer desterrar las tuyas. Pero nadie hace esto, ni de hecho puede hacerlo.

 

Además, si presentas objeciones a la legislación de la moralidad, entonces no tendrías la potestad de esgrimir, por ende, ninguna objeción moral eficaz en contra de la pena de muerte por cruzar una calle prescindiendo del paso de peatones, o en contra de la decapitación por evasión fiscal o exceso de velocidad. Tu objeción a atrocidades penales como estas y a las leyes que las hacen posibles o las exigen es una objeción moral, precisamente el mismo tipo de objeción que habías dicho que debería ser desterrado del ámbito de la ley.

 

Como la ley no funciona como una sustitución de la autoridad parental sino como un complemento de ella, no se debería alegar (como algunos hacen) que la educación moral es función exclusiva de los padres y que, por tanto, nada tiene que ver con el Estado. El que los padres enseñen la moralidad no significa que la ley no lo haga o no deba hacerlo. Tanto los padres como la ley comparten al menos esto: operan de manera ineludible como educadores morales, ya sea para bien como para mal. En los casos en que los padres no consiguen desempeñar esta función con sabiduría o con acierto –supuesto nada poco común–, la ley debe operar ejerciendo esta función con mucha más razón. De manera similar, el hecho de que la moralidad está llamada a ser potenciada por individuos, no implica que no haya de existir ninguna moralidad pública, ningún estándar civil, social o legal de conducta; como si debido al hecho de que la moral tiene una dimensión personal, esta, por tanto, no debería tener ninguna dimensión ocial o política; o como si la existencia de la moralidad personal implicase que no debería existir ninguna moralidad pública.

 

Pero el argumento a favor de una legislación basada en los valores morales descansa sobre una base más amplia y profunda que las contradicciones internas de quienes se oponen a la legislación de la moralidad y la imposibilidad de que puedan realizar aquello en lo que insisten. Los que desean desterrar las consideraciones éticas de los asuntos legales se olvidan del hecho de que las civilizaciones no se fundamentan en consideraciones de mera comodidad y placer personal, ni en la ciencia y la tecnología, ni siquiera en la autogratificación y la autopreservación, sino en la virtud –tanto pública como privada–. En otras palabras, el bien de la sociedad, para su preservación y bienestar, depende del carácter de su gente, de las virtudes que acompañan, e incluso quizás definen, a la buena ciudadanía. Sólo sobre el fundamento de la valentía, del autocontrol y de la abnegación podrá fundarse y preservarse una buena sociedad. Pero estas virtudes cívicas no son naturales en nosotros. No entramos en este mundo siendo ciudadanos honestos y competentes. Las virtudes cívicas y las responsabilidades públicas que definen la ciudadanía correcta deben ser adquiridas, han de ser aprendidas. En ese sentido, todos entramos en este mundo desprovistos de prestaciones recibidas por vía natural que nos equipen para una ciudadanía eficaz y para el autogobierno, razón por la cual uno de los más antiguos adagios de política que tenemos a nuestra disposición es aquel que insiste en que siempre estamos a sólo una generación de la barbarie, que cada generación recién nacida necesita ser civilizada, o educada culturalmente, como siempre ha ocurrido. Estas destrezas sociales y virtudes cívicas, necesarias pero que no son de dotación natural, precisan recibir el sustento y la orientación adecuados para su crecimiento, e incluso para su existencia. En consecuencia, la educación moral es un requisito previo para una sociedad civil sana y floreciente. Este sustento moral, esta ayuda a la formación del carácter, son elementos que las leyes de una nación contribuyen a proveer, estableciendo ante la ciudadanía ejemplos de conducta aceptable e incentivos a que esta sea adoptada como propia. Pero una legislación divorciada de la moralidad, una legislación que se presenta como moralmente agnóstica, no puede lograr tal tarea. Más bien, una ley que ha drenado su moralidad enseña a los ciudadanos que la conducta moral no es necesaria ni para su propia felicidad ni para el establecimiento y la continuidad de una buena sociedad y un buen orden civil.

 

Dicho brevemente, el imperio de la ley es necesario para una sociedad civil, y el dominio justo de la ley requiere acogerse a un firme orden moral. Quizás una analogía servirá para clarificar esto: los programadores informáticos utilizan a menudo el acrónimo gigo, derivado de las primeras letras de las siguientes palabras: “garbage in, garbage out”,[1] una frase que advierte a los programadores que ninguna programación mala podrá producir resultados buenos. Los resultados informáticos que uno obtiene reflejan el valor del programa con que opera el ordenador que utilicemos. Y de manera similar, los granjeros saben muy bien que no es razonable albergar esperanzas de recolectar una cosecha de maíz en un campo sembrado de alubias. Recoges lo que sembraste; cosechas lo que plantaste –un principio que se aplica en la legislación y en la cultura, como también en la agricultura y la informática–. Sólo un código legal modelado por la sabiduría de la virtud y enraizado en la bondad podrá producir la justicia civil. La justicia no es el fruto que se cosecha de un sistema legal en el que nada se sembró. No se puede esperar resultados morales de un sistema legal en el que nada se llegó a programar ni a cultivar. De no ser por un feliz e improbable azar, los resultados morales –o dicho en otras palabras, los resultados justos– no se gestarán en el ámbito legislativo en el que jamás se plantaron estas semillas. Si de manera negligente rehúsas plantar la moralidad en el código legal, no deberías esperar obtener sus frutos en el tribunal o en el carácter de aquellos ciudadanos cuyo sustento moral viene en parte influido por las leyes de la sociedad en la que han crecido.

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1 [“basura dentro, basura fuera”; N. del T.]

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