
Legislar la moralidad: Ley y moralidad
Michael Bauman
Una de las circunstancias más preocupantes de la realidad de los EE.UU. de hoy, por tanto, es la de que ahora está experimentando una deliberada deflación en cuanto a ideales y valores, tanto en la cultura en general como en cuanto a la legislación en particular. Está sucediendo lo que Gertrude Himmelfarb denominó la desmoralización de la sociedad, o lo que George Will describió como la lenta barbarización de Estados Unidos, en los albores de la cual la política y la vida se han empobrecido, embruteciéndose y haciéndose sórdidas. Esta es una decadencia que de manera deliberada y necia nos infligimos a nosotros mismos al insistir, ante la historia y la reflexión sensata, que no deberíamos legislar la moralidad y que la gobernanza y el gobierno no producen ningún efecto sobre el carácter de una nación y las personas que la constituyen.
Dado que todos tenemos una propensión a buscar nuestro propio interés y a la satisfacción personal, cosas por las que a veces nos vemos profundamente tentados a sacrificar prácticamente todo, en aquellos momentos de franca reflexión personal logramos reconocer que desearíamos modificar tanto el gobierno como la legislación para ajustarlos a nuestros caprichos y deseos, por muy desviados que sean, si tuviéramos la oportunidad de hacerlo. Sólo las leyes basadas en una moralidad no cambiante y que son de viable aplicación podrán evitar el cumplimiento de esta amenaza. La sociedad civil exige la moralidad a su código legal para su misma existencia y continuidad porque nuestro carácter natural no basta para constreñirnos. Nunca debemos olvidar lo que pensadores de posiciones tan diferentes como Burke y Rousseau sabían: el acto de establecimiento de una sociedad civil es idéntico al de establecer una moralidad de capacidad vinculante, algo que un código legal moralmente agnóstico será impotente a la hora de coadyuvar a fomentar.
El gobierno no existe simplemente para hacer posible cualquier satisfacción o ventaja que sus ciudadanos puedan llegar a preferir en cualquier momento dado, ya sea privada o colectivamente. Si algunos tipos de satisfacción son mejores y, social y moralmente, más adecuados que otros, entonces uno de los propósitos del gobierno es ayudar a educar a la ciudadanía a aspirar a las satisfacciones más elevadas en vez de sus alternativas de menor altura o más bajas. La educación moral, una de las funciones de la ley, coadyuva a que haya más posibilidades de que haya ciudadanos de recto juicio y buenas elecciones –y también a las posibilidades de la cultura que estos ciudadanos procuran y desean ver preservada–. En otras palabras, la existencia de sociedades buenas depende de personas buenas y decentes. Las personas buenas y decentes no se dan por casualidad. Son personas moralmente cultivadas, y una de las instituciones que mejor coadyuva a cultivarlas es una legislación bien modelada y moralmente responsable. A las instituciones públicas, como la ley y su aplicación, les ha de concernir la responsabilidad de servir de freno a las motivaciones y acciones egoístas. Si, por el contrario, se desentienden de esta necesidad, les sobrevendrá algo peor que el caos, a saber, una cultura perversa y una decadencia moral.
Planteado en otros términos, podemos decir que las preguntas sobre legislación son preguntas morales. Por ejemplo, cada gobierno pregunta y responde, ya sea consciente o inconscientemente: “¿Qué cosas de la vida merecen que las tengamos y las preservemos, y a qué precio para la nación, la comunidad y el pueblo?”. Las cuestiones relativas a la legislación destinada a la vida pública obedecen sencillamente a la aplicación política y económica en el presente de las cuestiones morales de carácter permanente. En la plaza pública, como también en el mercado, las disposiciones legislativas que rigen nuestra convivencia social son nuestro acercamiento y apropiación de las cosas intemporales. Para formar un sabio conjunto de políticas de la vida pública, y el sistema legislativo bajo el cual mejor se podrá aspirar y aplicar tal conjunto político, no es menester alejarse de la moralidad, sino recurrir a ella, a la prudencia, la cual en absoluto equivale a una codificación legal propia de un agnosticismo moral.
La ley y la moralidad comparten esta tarea: ambas desempeñan la función de un gobernante –la moralidad para quienes saben ejercer el autocontrol y ceñirse a la virtud, y la ley para aquellos que carecen de esta capacidad–. Así que la moralidad y la ley son como las dos márgenes de un río, un río que aquí representa las acciones humanas y las pasiones y deseos que las impulsan. Las márgenes del río se despliegan más o menos de una manera paralela: cuando una traza una curva hacia la izquierda o a la derecha, la otra tiende a hacer lo mismo. Si no fuera así, el río se convertiría en una ciénaga –de aguas estancadas, putrefacta y fétida–. La ley y la moralidad, como las márgenes de un río, han de avanzar aproximadamente en la misma dirección con objeto de coadyuvar en la contención de los defectos de la naturaleza humana. En caso contrario, las acciones humanas y la sociedad pronto se convertirán en una ciénaga, un lodazal de perversidad polimórfica, algo que siempre sucede ante la ausencia de la virtud pública y de una legislación aplicable que la asegure y sustente. Para protegernos de la ciénaga moral y cultural que amenaza con atraparnos, la ley ha de recibir el consejo de la moralidad.
Este es el cuarto artículo de una serie de cinco
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