
Legislar la moralidad: Una introducción
Michael Bauman
Muchos cristianos desean dejar una impronta en las instituciones políticas y sociales de las comunidades a las que pertenecen, mediante un apoyo a la aprobación o a la pervivencia de leyes y reglamentos que cumplen con el propósito de salvaguardar nociones que son centrales para la preservación de la sociedad civil. Entre estas nociones, se incluyen la dignidad intrínseca de cada ser humano (antes y después del nacimiento), la santidad del matrimonio (entre un hombre y una mujer) y el papel preeminente de la familia. Aquellos que no creen que estas nociones deberían estar reflejadas en nuestras leyes suelen responder que los cristianos y sus aliados de otras tradiciones de fe no tienen ningún derecho a legislar la moralidad.
La repetición constante o enfática de un error no lo convierte en verdadero. Los errores seguirán siendo errores sin importar el grado de su fuerza o la persistencia de aquellos que los abanderan. De hecho, dada la flagrante necedad de algunas de nuestras más extendidas creencias de nuestro pasado reciente, la gran popularidad o predominio de una noción a veces puede bastar para suscitar sospechas acerca de su certeza. Nosotros los modernos, con demasiado afán y frecuencia, vivimos la vida sobre la base de lugares comunes que son imposibles de fundamentar o defender, que sólo son parcialmente verdaderos y que no resisten un análisis riguroso. La frase común de que la moralidad no es legislable es uno más de estos tópicos. No importa la elevada frecuencia con la que uno oiga que la moralidad no es legislable, la verdad es que no se puede legislar ninguna otra cosa.
Todas las leyes, ya sean prescriptivas o prohibitivas, legislan la moralidad. Todas las leyes, independientemente de su contenido o de su propósito, surgen a partir de un sistema de valores, de un convencimiento de que algunas cosas son correctas y otras equivocadas, que algunas son buenas y otras malas, que algunas son mejores y otras peores. En la formulación y aplicación de la ley, la pregunta nunca consistirá en si la moralidad será legislada, sino qué moralidad. Esta pregunta es fundamentalmente importante porque no todos los sistemas morales son de igual factura. Algunos tienen sabiduría, y otros necedad. Pocos de ellos se están estrenando por primera vez, y casi todos, en alguna época o lugar, han sido reconocidos en el santuario de la ley, a menudo con resultados predecibles. Para bien o para mal, cada artículo legislativo toca directa o indirectamente cuestiones morales, o está basado en juicios morales y diagnósticos sobre qué es lo que queremos o debemos ser, qué es lo que queremos o debemos producir y preservar.
Cuando, por ejemplo, los padres fundadores redactaron el documento original de la Constitución de los EE.UU., lo hicieron desde la base de sistemas de fe que estaban en disputa, sobre la base de definiciones de lo correcto y lo equivocado también enfrentados, que intentaron introducir en la confección de la Constitución. Uno o más de estos sistemas de fe permitía la esclavitud; otros no. Ninguna parte en el debate sobre la esclavitud en la Convención constitucional objetó a su oponente que no le era lícito legislar la moralidad. Todos consideraban esta noción elemental y evidente. Sabían que efectivamente sí era legislable la moralidad, entendiendo por esta su propia moralidad.
Tampoco ningún bando en esta lucha por la legislación de la moralidad en los compases fundacionales de los EE.UU. llegó a afirmar a sus adversarios que el intento de legislar la moralidad equivalía a abrir una brecha en el muro de separación entre la iglesia y el Estado. La moralidad, después de todo, no es una iglesia. Podrían haber sonreído ante la confusión conceptual que revelaría quien considerara que separar la iglesia y el Estado significaba separar la moralidad y la ley. Ellos deseaban que la nación fuese moral, que sus leyes fueran justas. Pero no querían dar a ninguna iglesia en particular una ventaja legal nacional con respecto a las demás. No deseaban que la nación fuese presbiteriana, bautista o católico-romana, lo cual es una cuestión muy diferente de la de si hemos de tener una legislación inspirada en la ética. Bajo la Constitución que redactaron los fundadores, todas las personas son libres para seguir a Dios y rendirle culto. Los fundadores estimaron como sacrosanta la libertad religiosa, no la libertad de la religión. En su esfuerzo por evitar la existencia de una iglesia de carácter estatal, no por ello estaban estableciendo el secularismo o escindiendo de la moralidad la ley.
De manera más básica, el mismo hecho de que los fundadores estaban creando una nueva Constitución para su nación en ciernes, surgió de que entendieron que las acciones del rey Jorge eran moralmente malas, políticamente injustas. Todos sabían bastante bien que la moralidad tenía su lugar en la política, que de hecho la política era simplemente la moralidad aplicada a la plaza pública, a los asuntos del público.
Los fundadores procuraron establecer lo que ellos llamaron una libertad ordenada. El orden que procuraron venía provisto en parte por la moralidad que se propusieron santificar en la ley. En esta búsqueda de una libertad ordenada, los fundadores no estaban buscando nada nuevo o sin precedentes en el pensamiento político o en la historia política. Sabían muy bien, a partir de las obras antiguas de Aristóteles, por ejemplo, que la moralidad codificada en la ley civil coadyuvaba a suministrar orden, porque la ley ineludiblemente tiene una función docente, o un efecto pedagógico: la ley enseña a los ciudadanos lo que es correcto y bueno, y penaliza a aquellos que no pueden o no quieren aprender esta lección, o al menos actúan como si así fuera el caso.
Desde otro ángulo, también podemos ilustrar lo que queremos mostrar, señalando que cuando aprobamos leyes que exigen que los conductores conduzcan sus vehículos a 50 kilómetros por hora o menos en una zona próxima a un centro educativo, lo hacemos porque tenemos un sistema de valores que, de manera acertada, concede un mayor valor a la vida humana que a la velocidad de conducción. Esta tasación de valor es un juicio moral. Y tal tasación moral será sabio y de recibo que procuremos traducirla a una legislación coactiva y aplicable. Proponemos y aprobamos estas leyes porque consideramos que está mal que, de manera temeraria, los conductores pongan en peligro las vidas de niños indefensos, a quienes les falta la experiencia, la previsión y la destreza física para mantener a buen recaudo sus pasos por las calles. A los conductores que no obran en conformidad con lo que exige la ley, los penalizamos. Nadie, ante una propuesta de ley como esta, dice a las autoridades locales que tales autoridades no tienen ningún derecho de imponer su moralidad a otros, incluso cuando eso es precisamente lo que efectúan estas leyes. Y mucho menos argumentará nadie con seriedad que hacer una proposición de una ley impregnada de valores obedece a un esfuerzo de echar por tierra el muro de separación entre la ley y el Estado.
No se esgrimen objeciones de esta naturaleza, dado que están de acuerdo con estas leyes en cuestión todos los ciudadanos de pensamiento razonable. El hecho de que estas leyes parten de una base moral o vienen impulsadas por los valores, no produce ningún problema para aquellos a quienes les resultan dignas de su aprobación. Sin embargo, las personas suelen quejarse de que las leyes tienen una base moral sólo cuando la ley en cuestión se basa en una tasación moral con la que ellos no están de acuerdo. Pero quienes plantean objeciones a leyes que parten de una base moral tendrían que presentar la misma objeción a todas las leyes, incluidas las que sí apoyan. Pero no lo hacen. Nunca lo hacen. Cuando su propia moralidad aparece codificada en la ley, no se les oye el más mínimo lamento de protesta. Pero cuando se aprueban leyes que no son de su gusto, prácticamente no dirán nada más que su ya manido argumento. Parece que ansían tener una espada que solo cortará a los demás, pero nunca a sí mismos. Pero cualquier espada de objeción que esté lo suficientemente afilada como para herir a Paco, estará igualmente afilada para herir también a Pepe, aun a su pesar.
Este es el primer artículo de una serie de cinco
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