Marxista radical, mujer radical, amor radical (1ª parte)

Mary Poplin

Lo que la Madre Teresa me enseñó sobre la justicia social.

El Foro Veritas en la Universidad de Tufts, 2009

En primer lugar, quisiera establecer un contexto para que mi exposición tenga sentido. Este contexto es el de mi propia historia. Al empezar a estudiar en la Universidad, me sentí por primera vez intelectualmente estimulada. Yo no procedía de una familia particularmente culta; mi padre no había terminado el bachillerato y mi madre solo había completado los dos primeros años de Magisterio. Desde muy joven reaccioné enérgicamente ante todo lo relacionado con la justicia social.

 

En el Instituto y en la Facultad, trabajé ayudando a niños y adultos con minusvalía, sintiéndome cada vez más atraída por las filosofías radicales en materia de justicia social. Una vez convertida en profesora universitaria, me di cuenta de que mi trabajo iba a consistir en introducir esas nociones filosóficas radicales en el ámbito de la educación, integrándolas en mi parcela particular. Así fue como, allá por los años 80, di forma a un programa educativo que giraba en torno al constructivismo social, que consiste, para información de quienes son ajenos a ese campo, en el equivalente educacional del estructuralismo y el posestructuralismo, con particular interés en el feminismo radical y la teoría de la mujer; todo ello, además, desde una teoría crítica (básicamente posmarxista) y el estudio de distintas culturas.

 

En mi vida personal, fui haciéndome cada vez más aventurera, viviendo al límite, hasta el punto de poder decirse que era “monógama en serie”. Asidua de los clubs nocturnos, experimenté con el alcohol y las drogas, que en aquella época causaban furor en la Universidad de Texas. En lo concerniente a mi vida espiritual, probé distintas vías de iluminación. La verdad es que me dedicaba de forma sistemática a “surfear espiritualmente”, probando con la meditación trascendental, el budismo zen, la espiritualidad feminista y, finalmente, doblar cucharas con el poder de la mente —que en California se considera como actividad religiosa—.

 

Afinales de los 80, conocí a un indio americano, John Rivera, universitario matriculado en los cursos de posgrado, no mucho mayor que yo. Fue el único alumno masculino en mi curso de feminismo radical —y me alegra mucho decir que salió vivo de la experiencia—. Mientras debatíamos acerca de la opresión que sufríamos como mujeres, John guardaba silencio. Pero lo cierto es que él tenía una experiencia directa del tema muy superior a cualquiera de las mujeres presentes en la clase. Desde muy pequeño, había tenido que trabajar, sobre todo como peón de granja, no pudiendo por ello ir al colegio de forma regular, subsistiendo con tal escasez de recursos que, en ocasiones, una patata cocida era el único sustento para una familia de seis.

 

La paz que evidenciaba al respecto me desconcertaba a mí, profesora de filosofías radicales. Siempre me ha resultado más fácil estar con personas que hablan, comparten y se quejan de las injusticias de la vida. No es que él fuera un ser crédulo e ingenuo; conocía de primera mano el racismo y luchaba contra toda clase de opresión, pero a su manera y con claro dominio de su situación. Sabía de qué iba el racismo y, asimismo, el clasismo y toda forma y fondo de lo que hemos dado en llamar “opresión”, pero sin dejar que nada de ello se apoderara de él. Ninguna de las experiencias vividas había dejado en él un “lastre” que pudiera hundirlo.

 

Atraída por la paz que transmitía, me sentía, sin embargo, sobremanera confusa respecto a su origen.

 

Tras su graduación, trabajamos en diversos proyectos por espacio de un año. Durante ese tiempo, con cierta regularidad, y para tremenda irritación por mi parte, me decía: “Si en algún momento necesita ayuda para su vida espiritual, recuerde que me gustaría mucho poder ofrecérsela”. Según yo lo veía, ya estaba ocupándome sobradamente del apartado de lo espiritual. Además no tenía idea de qué clase de “espiritualidad” vivía y creía él. Ese detalle nunca me fue revelado.

 

En noviembre de 1992, tuve un sueño recurrente que no se me iba de la cabeza. En él, Jesús aparecía como personaje principal. Al despertarme, lo primero que me venía a la cabeza eran los estereotipos: indio americano… vida espiritual… los indios americanos saben interpretar los sueños…. Así que, por fin, me decidí a ponerme en contacto con él. Nos reunimos para comer y me dio algunos consejos prácticos, todavía sin decir nada acerca de su propia espiritualidad; solo mucho después supe que era cristiano.

 

Como resultado de todo ello, comencé a indagar con mucha prevención acerca del cristianismo. Pasado un tiempo, empecé a estar más abierta. En 1994, me apunté a un retiro en un monasterio. En una de las sesiones de las tardes, alguien hizo el siguiente anuncio: “Si no habéis pensado en otra opción, vamos a proyectar ahora un vídeo. Se trata de un documental sobre la Madre Teresa y estáis todos cordialmente invitados a verlo”. Lo cierto es que yo no había pensado jamás en ella, pero, tras ver el documental, me sentí inexplicablemente conmovida. No solo conmovida, sino, para ser totalmente honesta, hasta sacudida en mi interior, porque la Madre Teresa estaba realizando un trabajo que yo admiraba profundamente, pero desde un enfoque que me era completamente desconocido.

 

La admiraba sin reservas y ella no dejaba de hablar de Jesús y de la justicia de una forma que no había oído hasta entonces. Pero la otra cosa presente en el vídeo que me llevó a colaborar en la misión de la Madre Teresa durante dos meses fueron unas palabras suyas: “Nuestro trabajo no es obra social, es trabajo religioso”. Y entonces sentí que si en algún momento iba a entender algo así, ahora que estaba indagando con seriedad acerca del cristianismo, por fuerza tenía que ir a Calcuta y comprometerme personalmente con ese trabajo.

 

Así que, escribí una carta en el otoño de 1995, solicitando permiso para trabajar en el centro la siguiente primavera dentro de mi año sabático. La segunda sacudida de mi alma se produjo al leer la respuesta. En mi carta yo había preguntado qué debería llevar para mi estancia, pensando en cosas tan prácticas como papel higiénico y cosas similares. Pero la única recomendación que se me hacía era “traer a Calcuta un corazón dispuesto a servir a un Jesús presente en la angustiosa situación de los desposeídos”.

 

Y entonces fue cuando empezaron a sucederse interrogantes de todo tipo: ¿Servir a Jesús? ¿Qué significaba eso exactamente?

 

Se trataba de la mujer fundadora y rectora de una institución consagrada a un ministerio multiétnico de ayuda compasiva a los más pobres de los pobres. Yo apoyaba esa clase de iniciativas —trabajar con los pobres, situar a la mujer en puestos de liderazgo, apoyar las organizaciones con diversidad de razas—, pero nunca había pensado en la Madre Teresa en mi programación lectiva del feminismo y tampoco había sido modelo para una justicia social, lo que me llevó a preguntarme por qué era así. ¿Era por ser cristiana? ¿Por ser católica? ¿Por oponerse al aborto? ¿Por qué no dejaba, en momento alguno, de hablar de Jesús? ¿Qué había impedido que figurara en mis clases?

 

La mayoría de las personas piensan en la Madre Teresa como simplemente una figura humanitaria, aunque, sin duda, extraordinaria. En esa faceta nos resulta más cómoda. Nos hace sentir que, si nos esforzáramos más, podríamos incluso llegar a ser como ella. A mi regreso tras esa estancia, quise poner por escrito mi experiencia, proponiéndome hacerlo desde una postura secular y humanista, que entendemos bien en el ámbito académico y que permite que nos sintamos cómodos. Pensé incluso que podría lograr que su faceta religiosa no provocara tanto rechazo en el ambiente intelectual en el que me muevo, haciendo que encajara en el contexto de las tendencias culturales del momento. Pero lo cierto es que, ella ni pensaba ni vivía de ese modo. Así, con cada nuevo capítulo que me esforzaba por redactar, me descubría a mí misma mintiendo respecto a la auténtica realidad.

 

Finalmente, desistí de exorcizar su fe y, poniendo mi máximo empeño, reflejé en mi libro Finding Calcutta (Descubrir Calcuta) su visión del mundo. Por ello, permitidme ahora que comparta con vosotros algunos ejemplos básicos.

La devoción de la Madre Teresa

Empezábamos el día con una misa en la Casa Madre; yo me esforzaba por llegar temprano porque sabía dónde iba a sentarse ella. Pensaba que, si podía sentarme cerca, algo me transmitiría bueno —e incluso tal vez me convertiría en mejor persona—. Un día, en el transcurso de la misa, una mujer hindú, muy bien vestida, entró en la sala colocándose de inmediato ante la Madre Teresa e inclinándose hasta casi tocarle los pies. Todas las personas allí presentes estábamos sentadas en el suelo (no hay silla alguna en la capilla de la Madre Teresa) y esa mujer no cesaba de besarle los pies, y me estaba dando perfecta cuenta de que la Madre Teresa estaba empezando a sentirse tremendamente turbada. Le dijo a la mujer unas palabras en lengua nativa que yo no entendía, pero la mujer no se detuvo. Finalmente, la Madre Teresa tomó las manos de la mujer haciendo que se dirigieran hacia el crucifijo que había sobre el altar, diciendo algo primero en hindi y a continuación en inglés: “Es él. Dele las gracias a él”.

 

En ese momento, la mujer pareció que se detenía, se sentó unos instantes y volvió la mirada a la Madre Teresa. Acto seguido, fijando los ojos en el crucifijo, se levantó y se fue.

 

La Madre Teresa decía de sí misma que era un “lápiz en manos de Dios”. Desde fuera, creemos que el trabajo de esas religiosas consiste principalmente en ayudar a los más desposeídos, pero no es ni mucho menos así como lo ven ellas. Su principal tarea es la oración y estar al servicio de Jesús. De esa relación espiritual surge todo ese trabajo que desde fuera valoramos y admiramos tanto. Por eso, las fuerzas y el valor necesarios para ayudar a los más pobres de los pobres tienen su origen y razón de ser en esa relación. Eso es lo que realmente creen y lo que en verdad viven.

 

La labor de las Misioneras de la Caridad es físicamente duro. Es también monótono. Día tras día, haciendo y repitiendo las mismas tareas. Guisan, limpian, dan de comer, atienden a la gente, desinfectan heridas y ministran a los pobres, los enfermos y los moribundos. Sin duda alguna, hay algo muy superior que las sostiene y mantiene allí, y es su relación con Cristo. Según era testigo del trabajo que se realizaba, pensaba para mis adentros lo duro que es perseverar en esa clase de servicio. Qué fácil es decir: “Bueno, hoy paso de ir”, o “Voy a dejarlo definitivamente”. Eso es algo que he comprobado en la puesta en marcha de “programas de ayuda” en facultades y universidades.

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