
Sal y luz en el mundo de los negocios (I)
Frederick Catherwood
1. El problema del soborno y la corrupción
El caso más notable de soborno lo encontramos en la Biblia. Treinta son las monedas de plata que los sacerdotes judíos le entregan a Judas Iscariote para que les conduzca al huerto de Getsemaní, lugar adonde se había retirado Jesús para descansar en compañía de los demás apóstoles. Es allí donde Judas le da a Jesús el beso de la traición que sirve para identificarle. Judas era ambicioso y el dinero era para él más importante que la lealtad y el afecto. Los intereses que le movían eran la codicia y la ganancia personal. Al darse cuenta, espantado, de las consecuencias de su traición, arrojó las monedas en el recinto del templo y, acto seguido, se suicidó.
1.1. El soborno es una práctica que la Biblia condena
Samuel destacó entre los profetas del Antiguo Testamento y fue además un gran líder de Israel. Pero, al hacerse viejo, designó a sus propios hijos para que ocuparan su puesto, y ellos ‘no anduvieron por los caminos de él, sino que se desviaron tras ganancias deshonestas, aceptaron sobornos y pervirtieron el derecho’ (1 Samuel 8:3). La perversión de la justicia es una de las peores consecuencias del soborno, pudiendo así los ricos explotar a los pobres. En su discurso de despedida tras la coronación de Saúl como rey, Samuel hace una pregunta: ‘¿De mano de quién he tomado soborno para cegar mis ojos con él?’ (1 Samuel 12:3). Su conducta había sido intachable en ese sentido y la multitud así lo reconoce en esta ocasión: ‘Tú no nos has defraudado ni oprimido, ni has tomado nada de mano de ningún hombre’.
David, monarca de Israel, plantea una pregunta retórica en el Salmo 24: ‘¿Quién subirá al monte del SEÑOR? ¿Y quién podrá estar en su lugar santo?’, dando él mismo la respuesta a continuación: ‘El de manos limpias y corazón puro, el que no ha alzado su alma a la falsedad, ni jurado con engaño’. En el Salmo 26, su deseo es que se haga justicia, y para ello contrasta a los ‘hombres cuyas manos derechas están llenas de sobornos’ con el hombre ‘que no acepta soborno contra el inocente’ (Salmo 15:5). Isaías, el mayor profeta de Israel, elogia a aquel que ‘se sacude las manos para que no retengan soborno’ (Is. 33:15), y el profeta Amós se lamenta porque ‘se oprime al justo y se aceptan los sobornos y se rechaza a los pobres en la puerta’ (Amós 5:12).
En el siglo I de nuestra era, el apóstol Pablo se negó a sobornar al gobernador Félix, quien, sabiendo que el apóstol era inocente de los cargos que se le imputaban, le retuvo en prisión porque ‘tenía esperanzas de que Pablo le diera dinero’ (Hechos 24:26). Esa negativa suya le supuso a Pablo tener que seguir en prisión. Ese tiempo de incomunicación podría haber sido empleado para hacer visitas y dar ánimos a las iglesias fundadas por él, e incluso para llevar a cabo su planeada visita a España. Pero no fue así. Pablo no quiso de ningún modo pagar un dinero que podría fácilmente haber conseguido con la ayuda de los creyentes. Las excusas que el apóstol habría podido aducir para pagar ese dinero son difícilmente superables, pero su negativa fue firme y rotunda. En vez de visitar esas iglesias, optó por escribirles epístolas, que todavía hoy siguen siendo guía espiritual para los creyentes. Lo que podamos sufrir por razón del evangelio no va a ser trabajo perdido para la Providencia divina.
Esos pasajes bíblicos muestran que, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el soborno es considerado un pecado contra Dios; es perversión de la justicia que le permite al rico abusar del pobre, abuso de poder y explotación de lo ajeno para satisfacer la propia codicia. La Biblia nos enseña que el pueblo de Dios ha de ser honesto.
1.2. La importancia de la honestidad
La sociedad depende no sólo de la honestidad personal, como puede ocurrir con la Declaración de la Renta y los partes a los seguros, sino que tiene que verse complementada por una honestidad pública. Un ejemplo de honestidad pública es el de la concesión de títulos universitarios – juzgando rectamente si los conocimientos acreditados son los suficientes como para conceder el permiso necesario para curar a los enfermos o construir puentes seguros. Es muy comprensible que haya quien no esté dispuesto a depositar su confianza en profesionales que hayan obtenido su capacitación mediante soborno de profesores y tutores. Y para que la economía de un país funcione debidamente, tanto local como nacionalmente, es indispensable que los servicios rendidos se remuneren según tasas de control establecidas de antemano. Punto crítico, dado que todo país depende de la integridad de sus profesionales en cuanto que núcleo central de la industria nacional, y nexo de conexión entre la actividad académica y la economía nacional. La integridad de la Universidad y la prosperidad industrial van de la mano.
Los profetas del Antiguo Testamento lanzaban encendidas acusaciones contra los reyes corruptos de Israel y Judá por aceptar sobornos de parte de los ricos y oprimir a los pobres. Como contraste, está el caso de José, que se ganó la confianza del capitán de la guardia del faraón, manteniéndola hasta que tuvo que decidir en quién depositar esa confianza: ¿su (mentirosa) esposa o el joven? José fue a parar entonces a la prisión. Interpretar con éxito los sueños del faraón le granjea de nuevo un puesto en la Corte, y la honestidad de su carácter hace que acabe administrando las riquezas de Egipto (Génesis 37).
Siglos más tarde, Nabucodonosor, rey de Babilonia, depositó su conf ianza en Daniel. Posteriormente, tras la caída de Babilonia, Darío el Medo le confió, junto con otros dos ayudantes, la supervisión de los sátrapas, cuyo cometido era ‘llevar los registros al día para que el rey no sufriera pérdida alguna’ (Daniel 6:2). El rey ‘pensó entonces ponerlo sobre todo el reino’ (Daniel 6:3). Con Daniel de supervisor, el rey podía descansar tranquilo sabiendo que nadie se llevaría ni un gramo más de lo correspondiente. Sobresaliente en el desempeño de su cometido, y honrado a carta cabal, nadie podía formular acusación alguna contra él. Pero eso no era muy del agrado de los sátrapas y administradores oficiales. Convencidos de que lo único que podían aducir en contra suya era esa insistencia de Daniel en adorar tan sólo a Dios, persuadieron al rey para que aprobara una ley prohibiendo no orar ‘ni a dios ni a hombre alguno, sino tan sólo al rey’ por espacio de un mes (Daniel 6:7ss). Una vez promulgada la nueva ley, no habría manera de evitarla. Pero Daniel no era hombre que se dejara intimidar fácilmente y siguió orando al Dios vivo. El rey se angustió mucho al tener noticia de ello, pero sus administradores vencieron su deseo de salvar a Daniel, consiguiendo que lo arrojaran a la cueva de los leones. Nada más empezar el día, el rey se apresuró a ir en persona a ver qué había ocurrido, experimentando una gran alegría al encontrarle sano y salvo. La firme fe de Daniel persuadió así a un rey incrédulo acerca del poder de Dios, porque ¿qué otra cosa podría conmover a un rey hasta el punto de apresurarse a ver qué habrá ocurrido nada más despuntar el alba? El buen nombre de Daniel quedó así restablecido, cumpliéndose justicia al ser arrojados los administradores a los leones.
Son muchas las personas que están convencidas de que, como el soborno es una práctica extendida en su país, sobornar es algo excusable. Su argumento es que se trata de un sistema para agilizar trámites. Así, sin más. O una manera de que los funcionarios puedan redondear un salario escaso. Esta última razón encierra muchos peligros. Se disfraza con ello de compasión lo que no es más que la perpetuación de un sistema en el que el soborno es, paradójicamente, la única manera de ganarse la vida honradamente.
Una pequeña cantidad de dinero, pagado en el muelle para cargar y descargar mercancía, puede parecer cosa de poca importancia. Pero esas pequeñas excepciones se convierten muy fácilmente en norma y en mundo propio. Sé de una agencia de ayuda solidaria que solicitó de un oficial de aduanas permiso para acceder al almacén de alimentos de su organización. Se trataba de una situación de emergencia por problemas nacionales con la cosecha. A la vista de lo apurado del caso, el oficial quiso aprovecharse, demandando una cantidad exorbitante para conceder el permiso. Lejos de satisfacer su demanda, los responsables presentaron una denuncia en el correspondiente organismo estatal, advirtiendo que el caso se haría notorio a otras agencias de ayuda si no se podía contar con la debida seguridad en el acceso y reparto. Y así es, sin duda, cómo ha de procederse en situaciones semejantes.
© 2010 Frederick Catherwood © 2010 Básicos Andamio
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