
Vota sabiamente (5) – La reforma de la Constitución
Israel Suárez Sierra
¿Se puede reformar la Constitución?
Pensemos en un país con un sistema democrático asentado desde hace siglos; pensemos en el país que más tiempo lleva de democracia en el mundo; pensemos en cómo deciden sus principios fundamentales de funcionamiento político. Sin duda, ese país tiene una Constitución asentada desde hace siglos, que no ha tenido muchas modificaciones porque el consenso no se construye de la noche a la mañana, y la Constitución no se puede andar reformando cada dos por tres. Es una norma refrendada por una mayoría y las minorías no tienen derecho a pretender introducir enmiendas constitucionales que les hagan sentirse más cómodas: tienen que acatar lo que las mayorías parlamentarias han ido acordando por décadas y generaciones.
Si en ese país alguna entidad administrativa establece normas de forma que el gobierno estatal considera inadecuada, el asunto se resuelve fácilmente remitiéndose a la Constitución: ¿No es constitucional? Entonces, no es legal y, por tanto, no se puede llevar a cabo. ¿Se quiere imponer el descanso dominical por ley? Pues puede ser todo lo legítimo que se quiera, pero si no es constitucional, hay que acatar la norma y permitir la liberalización horaria. ¿Alguna parte del país quiere ir por su cuenta o incluso separarse? Pues consultan la Constitución y, si esto va en contra de ella, no pierden mucho tiempo en debatirlo: se resuelve dictando que no es constitucional y se acabó el debate, no se plantea ningún referéndum. Tienen claro que la Constitución es la que legitima a todas las instituciones del país, y toda institución administrativa y política deriva sus poderes y su autoridad democrática de la Constitución. Están orgullosos de su Constitución porque es la que desde hace siglos ha garantizado su sistema democrático y, sobre todo, su convivencia como Estado; por ello, no se prestan a modificarla según los vaivenes políticos de cada generación, y mucho menos porque una minoría decida que algunos postulados no le parecen adecuados: los ha decidido la mayoría de la sociedad, y no hay que someterlos a juicio ni al continuo debate político. La Constitución da estabilidad y solidez política a ese país desde hace siglos.
Los cristianos en esa nación tienen una referencia clara en esa Constitución, una norma a la que deben obedecer sin discrepar, porque así lo manda Romanos 13: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste…” [15].
Ese país, el país con el sistema democrático estable más antiguo del mundo, es Reino Unido. ¡Sorpresa: REINO UNIDO NO TIENE CONSTITUCIÓN!. ¿Cómo? Como lo oyen: ¡No tiene constitución! Se nos han caído por tierra los tres párrafos anteriores ¡enteros! ¡y eso que lo teníamos tan claro!
Y entonces, ¿cómo viven? Aquello debe de ser una anarquía: si no hay una norma máxima objetiva, plasmada por escrito, es imposible desarrollar una actividad democrática normal y normalizada; cualquiera puede tener una ocurrencia y saltarse a la torera toda la normativa ¿no? Pues no. El Reino Unido no es precisamente un país políticamente desordenado; de hecho, académicamente nadie duda de que sea una Democracia, pese a no cumplir el “criterio clásico” casi unánime de que las democracias han de plasmar por escrito una Constitución o una Ley Fundamental sobre la que asentar el sistema político, democrático y de Derecho. Sin embargo, en otros países que tienen una constitución escrita el desorden político es muy notable. ¿Qué pasa, entonces? La vida política del Reino Unido se desarrolla desde el consenso, un consenso asentado por siglos, con normas no escritas, pero profundamente respetadas por todos. El consenso es fundamental, un consenso no impuesto, sino construido desde la libertad y el profundo respeto al derecho a la discrepancia (no es excepcional ver a parlamentarios votar en contra de su propio partido en el gobierno), un consenso que no tolera el absolutismo político, el “las cosas son así porque lo manda la Constitución, y se acabó”.
En Reino Unido la democracia se ha venido construyendo sin constitución desde la relativización y el control del poder político; un ejemplo bastante claro de esto es que cada vez que la reina quiere entrar en el Parlamento, tiene que mandar a un enviado a llamar físicamente a la puerta y pedir permiso para entrar.
La Constitución no es la Biblia
La Constitución no es la Biblia. No es inapelable, no es inamovible, no es indiscutible. Romanos 13 no nos llama a someternos sin crítica alguna a la autoridad de la Constitución; ¿Cómo vamos a aceptar sin más, por ejemplo, la referencia privilegiadora de la Constitución del 78 a la Iglesia Católica en su artículo 16? Una cosa es acatar y promover la convivencia pacífica, y otra es someterse acríticamente. Romanos 13 continúa diciendo: “Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo” [16], y ¿acaso debemos obedecer sin crítica al magistrado que ejerce su función infundiendo temor al que hace el bien? La Palabra nos llama a someternos al principio de autoridad, no a dar por bueno e inapelable todo lo que dicte cualquier autoridad. Los protestantes hemos dado sobrados ejemplos de esto a lo largo de la historia: desde la lealtad democrática, hemos discrepado del autoritarismo; ¿y acaso no recordamos la razón histórica por la que nos llamamos “protestantes”?
La democracia es dinámica: así como la Iglesia Reformada tiene que estar continuamente reformándose, la democracia tiene que estar continuamente reformándose, porque no es un sistema acabado: es consciente de su continua imperfección, y se adapta a nuevos tiempos, contextos y realidades que la acercan más al modelo ideal de la sociedad que aglutina. No hablo de cambios arbitarios según los vaivenes políticos del momento o las simples mayorías parlamentarias, sino de partir del consenso sólidamente construido para reformar y adaptar con naturalidad las normas, sin que esto suponga una tragedia, empezando por la Constitución.
Una sociedad democrática puede vivir sin constitución, como prueba definitivamente el ejemplo de Reino Unido. Lo que le resulta imposible es vivir sin consenso, y el consenso no se impone desde las mayorías, sino desde el respeto a las discrepancias, a la voz y los derechos de las minorías. Esta es la mejor aportación que el protestantismo ha hecho a la conformación teórica de las democracias modernas.
Los protestantes debemos ser los primeros en reclamar: 1) la construcción del consenso desde la diversidad y la libertad, desde un absoluto respeto a las minorías, y esto ha de ser fundamental a la hora de plantearse una reforma constitucional; 2) la continua reevaluación de la adecuación de la Constitución a ese consenso; (entonces, no sólo hay que animar a perder el miedo a reformarla, sino ser capaces de aportar propuestas concretas a tal efecto).
La Biblia está llena de ejemplos de esa desacralización de las instituciones y de la flexibilidad y adaptabilidad de las normas supremas: Nabot se opuso al autoritarismo de Acab y la Palabra bendice su actitud[17]; Dios adaptó y modificó la normativa de la herencia para dar cabida a los derechos de un caso particular, el de las hijas de Zelofehad[18]; y Jesús justificó la conducta de David con los “intocables” panes de la proposición[19]. Este último ejemplo de Marcos termina con una frase que nos ayuda a definir nuestra actitud ante la Constitución: “El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo”. Y si aplicamos este criterio a un mandato bíblico explícito y escrito, ¿cómo no lo vamos a aplicar a la Constitución? La Constitución fue hecha por causa del ciudadano, y no el ciudadano por causa de la Constitución. La Constitución no construye el consenso; es el consenso el que construye la Constitución. Es el consenso el que legitima a la Constitución, y no al revés, y el consenso es reevaluable, dinámico, y flexible.
El concilio de Jerusalén[20] es un modelo de construcción del consenso desde la discrepancia y un buen modelo para abordar la reforma de la Constitución:
En primer lugar, reconoce la existencia de discrepancias con naturalidad, sin ningún miedo al escándalo ni excomuniones: Como Pablo y Bernabé tuviesen una discusión y contienda no pequeña con ellos (v. 2).
En segundo lugar, se convoca a todas las partes sin exclusiones ni amenazas: se dispuso que subiesen Pablo y Bernabé a Jerusalén, y algunos otros de ellos (v. 2).
En tercer lugar, se abre el debate sin restricciones: Y después de mucha discusión (v. 7).
En cuarto lugar, alguien propone un borrador: Y cuando ellos callaron, Jacobo respondió diciendo: Varones hermanos, oídme (v. 13).
Y finalmente se redacta un acuerdo de mínimos: nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo… (v. 25 y ss.)
¿Se debe modificar la Constitución del 78?
La Constitución del 78 se puede modificar: dedica la totalidad del Título X de la misma a todo lo referente a su reforma. Otra cuestión es la facilidad con que ésta pueda ser reformada (académicamente, se reconoce que las constituciones españolas siempre han sido catalogadas como rígidas, exigiendo amplias mayorías parlamentarias para su modificación; de hecho, siempre ha resultado más sencillo derogar una constitución e imponer otra que reformar la anterior). Pero además, se debe modificar. Y, de hecho, es muy probable que se produzca una importante reforma en la próxima legislatura; será bueno, entonces, evaluar los programas electorales de los partidos para asegurar de que estamos votando lo que realmente queremos, y no encontrarnos después con la sorpresa de que nos cuelan una reforma con la que no habíamos contado.
Lo que ahora expongo son propuestas subjetivas, pero entiendo que es precisamente desde la subjetividad que se debe abordar este tema: desde la asunción de que nadie tiene la única palabra en la reforma de la Constitución, nadie tiene la palabra definitivamente objetiva, por mucha mayoría que tenga detrás. La reforma de la Constitución se debe aprobar desde una amplísima mayoría, tan amplia que dé reconocimiento no sólo al criterio de las mayorías, sino igualmente al mayor número de propuestas de todas las minorías, porque la democracia no se fundamenta en la imposición de la mayoría, sino en la búsqueda de la decisión que satisfaga al mayor conjunto de ciudadanos posible, y para ello es fundamental el consenso. Esta ha sido siempre la gran lacra del sistema político español.
La actual constitución fue gestada en plena transición, desde la mirada supervisora (o, incluso, amenazadora) del ejército franquista y la tutela de la Iglesia Católica. En ella se reflejan condicionantes del propio momento político de entonces, que impusieron unas restricciones que fueron aceptadas por las fuerzas democráticas como inevitables. Pero ya no nos movemos en el mismo contexto político, carecemos de ese tipo de presiones (tal vez, de otras, sí), y debemos hacer que nuestra Constitución se adapte al contexto social y político actual, bien diferente.
Articulación territorial
La mirada impositiva del ejército impidió en 1978 una plasmación de la realidad plurinacional del Estado. Las tensiones del momento entre quienes defendían el concepto de España como única nación y quienes reclamaban el reconocimiento de la identidad nacional de Galicia, Catalunya y Euskadi concluyeron con la definición de España como nación única e indivisible (art. 2 de la Constitución) y la introducción del término de “nacionalidades históricas” para estas tres comunidades (de hecho, aún nadie sabe explicar satisfactoriamente la diferencia entre “nación” y “nacionalidad”). Y, en su desarrollo, Adolfo Suárez introdujo el principio del “café para todos”, que realmente significó “descafeinado para las naciones históricas”.
Entiendo que hay que reevaluar la redacción de la Constitución en este aspecto, porque el Estado de las Autonomías está al borde del colapso y las tensiones, lejos de amainar, aumentan. La solución pasa, si somos coherentes con los criterios que hemos planteado, por la construcción del consenso, no desde la pura imposición de la mayoría. En la Biblia tenemos otro ejemplo de esto en la forma en la que se decidían los acuerdos del pueblo de Israel, desde el consenso de todas las tribus y el respeto a las sensibilidades de cada una. Incluso cuando se produjo la ruptura traumática de Benjamín, la disensión no se resolvió desde la pura mayoría y el sometimiento de Benjamín, sino desde el respeto y afecto hacia la tribu disidente y la reconstrucción de lazos[21]. Para este apartado, me remito al capítulo de Jaume Llenas en este mismo monográfico.
En este aspecto, hay que reconsiderar el papel del Senado, que no responde a los fines para los que fue diseñado y se ha convertido en un mero cementerio de elefantes. O lo dotamos de plenas competencias en el ámbito de la representación territorial, o seguirá constituyendo una cámara inútil en nuestro sistema político.
Además, habría que reevaluar también el papel de las diputaciones provinciales, cuyos órganos de dirección no se eligen por sufragio directo, y mantienen competencias y presupuestos relevantes.
Religión y estado
La tutela de la Iglesia Católica en la redacción de la carta magna ha sido una constante en todas las constituciones españolas, excluyendo la Constitución Republicana de 1931. Así, la tan laureada Constitución de las Cortes de Cádiz decía:
“La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege con leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra” [22]
Y la propia Constitución del 78, aunque proclama la libertad religiosa en su art. 16, no puede evitar hacer una mención específica a la Iglesia Católica. La transición democrática se ha quedado parada en el terreno religioso, y, en vez de evolucionar según criterios democráticos, va camino de seguir estancada o, al contrario, en un movimiento violentamente pendular, pasar a la negación o persecución más o menos solapada de todo hecho religioso (en este momento parece que nos empezamos a mover hacia este segundo extremo).
Entiendo que la inminente reforma constitucional debería eliminar todo tipo de privilegio a cualquier religión concreta, y al mismo tiempo reconocer el papel del hecho religioso en la plaza pública de la actividad democrática. Me remito al trabajo de Carolina Bueno en este mismo monográfico.
La monarquía
La propia monarquía se coló en la Constitución como principio inamovible, cuando debería haber sido sometida a un referéndum específico, que ha quedado permanentemente pendiente. Su inclusión de esa forma supuso una poco adecuada legitimación de una institución que había sido impuesta por Franco, en ausencia de la verdadera legitimidad democrática que sólo otorga la ciudadanía. A pesar de que el Tribunal Constitucional nunca haría esta lectura (por motivos evidentes, y a tal efecto podríamos hablar, en otra ocasión, de la politización de la Justicia), es casi innegable que la ausencia del refrendo de la ciudadanía al mantenimiento del monarca como Jefe del Estado choca con la máxima del art. 1.2 de la Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
Participación ciudadana: referéndum e iniciativa popular
El art. 92 de la Constitución dice: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Lo cierto es que en España sólo se han hecho dos referenda: el de la permanencia en la OTAN y el de la Constitución Europea. El referéndum en España no sólo es una práctica poco utilizada, sino que ni siquiera es vinculante. En contraste, se modificó en el parlamento, sin referéndum ni debate social, casi de tapadillo a la salida del verano de 2011, la reforma del art. 135 para adaptarlo a las exigencias de la UE de techo de gasto (que, por cierto, la conformación de la soberanía de la UE y la representatividad de sus órganos de dirección es otro tema que merecería estudio en este monográfico). El referéndum es un mecanismo de democracia directa muy saludable, pero realmente se ha venido evitando, por todos los gobiernos de uno y otro signo, su aplicación en la práctica. No hay que tener miedo a que la ciudadanía hable específicamente en temas concretos de especial trascendencia.
En la misma línea, el art. 87 plantea el mecanismo de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP): “Una ley orgánica regulará las formas de ejercicio y requisitos de la iniciativa popular para la presentación de proposiciones de ley. En todo caso se exigirán no menos de 500.000 firmas acreditadas”.
En mi criterio, debería facilitarse este instrumento profundamente democrático reduciendo la exigencia de número de firmas. Pero lo más preocupante es otro tipo de restricción: el artículo continúa: “No procederá dicha iniciativa en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia”. Y cuando revisamos las leyes que son orgánicas, entre ellas encontramos la Ley Electoral; ¿cuántos claman por unas listas abiertas, que incrementen la responsabilidad del diputado ante sus electores y reduzca su obediente dependencia del aparato partidario que le quita o le pone en las listas?
La Constitución prohíbe que una ILP regule materias de este tipo y, en consecuencia, los partidos deciden unas reglas de juego que a ellos benefician y perjudican la real capacidad de decisión del electorado. Además, el Congreso es libre de admitir a trámite (o desestimar) la ILP, así como de aprobarla o no. A efectos prácticos, tiene la misma utilidad (o menos aún, al limitar las materias que pueda tratar, y al carecer de representación parlamentaria que pueda defenderla en debate) que cualquier proposición de ley que haga un diputado de un partido minoritario en el Congreso o el Senado.
No entiendan que mis propuestas son las enmiendas que todo creyente debería considerar: son mis propuestas personales y como tales las presento, y lo hago como un método de trabajo y abordaje del tema: podríamos quedarnos en las generalizaciones, pero creo que es más práctico presentar estos ejemplos de posibles propuestas de modificación, absolutamente opinables y subjetivas, para promover la reflexión y animar al lector a que él haga el mismo trabajo, elaborando las que él creería que deberían ser adecuadas. Despertemos nuestro sentido crítico, como cristianos y electores.
Para animar a hacerlo, propongo las siguientes preguntas de reflexión, que pueden ayudar a definir nuestro voto informado, responsable y en libertad:
Preguntas para la reflexión
• ¿Se debe modificar la actual constitución? ¿Por qué? ¿En qué áreas ha quedado obsoleta?
• ¿Qué artículos deben ser modificados definitivamente?
• ¿Qué artículos merecen ser mejorados?
• ¿Cómo se debe establecer la articulación territorial del estado? ¿O no hay que modificarla?
• ¿Qué significa “Estado Social y Democrático de Derecho”? ¿Qué implicaciones tiene esta definición? ¿Se debe mantener, o modificar o ampliar?
• ¿Promueve esta constitución la libertad de conciencia? ¿Qué lugar debe ocupar el hecho religioso en la vida pública de este país? ¿Qué significa laicidad? ¿Qué significa laicismo? ¿Qué significa aconfesionalidad? ¿Cómo debe reformarse la constitución para que recoja una posición adecuada en cuanto a estos conceptos? ¿O no hay que reformarla?
• ¿Qué papel queremos tener como ciudadanos en la toma de decisiones relevantes para el conjunto del país? Y, especialmente, ¿qué papel queremos desempeñar como cristianos en esta toma de decisiones? ¿Cómo debe modificarse la Constitución para que se promueva más la democracia directa? ¿O debe dejarse como está?
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Notas:
15 Ro 13.1.
16 Ro 13.1
17 1Re 21.
18 Núm 27.1-11.
19 Mr 2.24-27.
20 Hch 15.
21 Jue 20.1-21.23
22 SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, J. Historia de las instituciones político-administrativas contemporáneas (1808-1975). Madrid, Dykinson, 1994, pág. 23
Israel Suárez Sierra
Terminando su licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid.
Tesorero de GBU Madrid y miembro del Comité Nacional de los Grupos Bíblicos Universitarios (GBU) de España.
Ha trabajado como colaborador en asesoría política en el Congreso de los Diputados de España.
Forma parte del equipo de coordinación de la campaña contra la corrupción #CortoConElla.
Este es el quinto artículo de una serie de seis
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